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Parte segunda. Capítulo 3

El encuentro



    Continuamos con la segunda parte. Tras el capítulo dedicado a Pepa la Malagueña y el salto en el tiempo que supone la subasta del cuadro de Lawrence en Madrid, volvemos al verano de 1858, a la caída en desgracia y subsiguiente llegada de Caradoc a Cartagena, donde es acogido por su amigo Andrés Pedreño Torralba.
    En un ambiente de absoluto quebranto narramos cómo y dónde se produce su encuentro con Joaquina


    En 1856 decayó el interés de Isabel por el embajador Howden. O’Donnell la tenía más concentrada en su persona y más aislada de otros temas y personajes que no fueran de su interés, lo hacía a través de elaboradas intrigas y con la ayuda de las cortesanas adictas a él.  Sin embargo, la vida en la corte fluye rápida en función de la vida nacional, que se concentra en Madrid, y de sus avatares. O’Donnell es el típico militar decimonónico, con los rasgos, característicos en esa época, de líder viril, en los que se mezcla la audacia y el atractivo que le otorga un carácter dominante hacen que ocupe un lugar predominante en las influencias que hay sobre la reina. Sin embargo, no puede evitar lo efímero de un poder basado en el atractivo personal, en el carácter o en la influencia que ejerce en la la corte y en la soberana. El militar, es un espadón, pero aun así o quizá por ello, sólo es el preludio de lo que va a pasar después y de sus sucesores, otros espadones que se suceden. Llega al poder el 12 de octubre del 56, pero tras un año exacto, el 15 de octubre de 1857, deja el paso a Narváez, que regresa.

    Pero centrémonos en nuestro personaje. Narváez vuelve… y se la tenía jurada a Caradoc, ya sin protección real. Se ocupa pues sólo de esperar y de aprovechar la primera oportunidad que se le ofrece para resarcirse de agravios pasados. Y ésta no tarda en llegar, llega de su propio país: El gobierno de Gran Bretaña, no contento y acuciado por los deudores de los bonos que han visto como no se resolvió su problema, del que ya hablamos, le retiran, tras una tormentosa reunión con Orway, su apoyo. El gobierno envía, ante la inoperancia del embajador Howden, al que fue su ayudante a Madrid con la misión explícita de sustituirle en la negociación con el primer ministro. Pero aislado y atrapado entre el ansia vengativa de Narváez y el desinterés y la reprobación de su propio gobierno poco puede hacer. Finalmente, el Foreign Office lo despide con una brutalidad nada británica, le echan en cara sus fracasos y le retiran el apoyo no solo como diplomático sino que le restringen el acceso a sus relaciones e influencias en Gran Bretaña, con amenazas y chantajes de tomar medidas si éstos lo apoyan. Y, lo que es peor, le restringen el acceso a sus fondos. Su fortuna que, en esos momentos, es de 180.000 libras queda atrapada por los bancos.

    En esta situación Narváez evita que bancos españoles, amigos, u otros contactos le puedan servir a Caradoc para obtener fondos con los que llevar una subsistencia digna o emprender alguna empresa que le proporcione un medio de vida en España, ya que no puede regresar a Gran Bretaña, donde por lo demás tampoco son operativas sus propiedades.

    Finalmente ha sido su amigo Andrés Pedreño Torralba, joven murciano del Campo de Cartagena, quien lo acoge.

    Andrés llegó con apenas veinte años cumplidos a Madrid. Procedía de una acomodada familia de hacendados del Campo de Cartagena, con una casa solariega en El Jimenado. Se dice, él mismo lo contó después a Caradoc en sus ratos de entretenida charla por las calles del Madrid de las Vistillas, que sus antepasados, procedían de la Pedrera, en Cantabria, de ahí el apellido: Pedreño. Se jactaba de  que estuvieron con el mismo don Pelayo en sus primeras andanzas. No obstante, lo que sí parece cierto es que vinieron, como colonos, con Alfonso X y repoblaron las comarcas de Murcia abandonadas por los moriscos.

    Sea como fuere, el caso es que sus padres le consiguieron un puesto de oficial en la armada. Y sobre todo un destino en la administración gubernamental en Madrid, con Espartero. Allí le pilla la venida como embajador de Howden. Además de servir a la Reina, y a la administración de la Armada, tiene que aprovechar su estancia en la corte para favorecer la hacienda de su familia, y por ende la suya, con gestiones que desde Cartagena no podría hacer. Como son la compra de abonos y de maquinaria agrícola británica, gestionar importación, patentes, etc. Es en ese ir y venir cuando toma contacto con el embajador, que le proporciona enlaces y recomendaciones para estos asuntos en Inglaterra, así como para invertir en fondos seguros de Londres, a salvo de las contingencias y de los vaivenes políticos en España. De alguna manera es a través de regalos, reuniones, salidas por la ciudad y citas como hace amistad con Caradoc. Amistad que a la postre va a salvar a éste en sus peores momentos.

(…)


    Un grupo de bailarinas y animadoras se acerca a la mesa. Entre comentarios de provocación por un lado y de un exagerado e impulsivo alarde de virilidad, rayano en lo obsceno, por otro, se establece la comunicación. Ellas se aprietan aprovechando el poco espacio existente entre los asientos de ellos, que ocupan introduciendo sillas o sentándose directamente ellas mismas en las ya ocupadas, juntas en estrecho contacto o en las rodillas de los ya aposentados. Pero sobre todo incrustando sus propios cuerpos entre los de ellos.  El contacto físico es total y desinhibido. Por debajo de las telas los hombres perciben la carne turgente de camareras y bailarinas, todo ello acompañado por frases insinuantes y miradas lascivas. En conjunto constituye un festival de lubricia. Ya han subido los cantaores al tablao hace rato y se ha iniciado la sesión de cante y de baile. La voz rasgada de la cantora y sus ayes de lamento con la armonía singular del cante jondo se mezcla con el sonido de los tacones y las palmas.

    Caradoc tiene por su edad unas claras e inevitables limitaciones de la libido, que resulta difícil de estimular. Sin embargo, todo hace que inmerso en el ambiente, pierda el control. Situación que por otra parte tampoco se esfuerza en contener. Nota como los sentidos y los deseos se estimulan con creces más que su capacidad de erección. No le importa mucho, su deseo es que sus sentidos capten todo lo posible los estímulos que la situación le permita. Todo lo más que pueda.

    La compañera que le ha tocado es este azar, tiene una mirada de miel, que sin restar malicia y sensualidad a su aspecto y a su comportamiento, pone un toque de ricos matices y de profundidad en su personalidad. Es como si dijera “no te dejes llevar por todo lo que es apariencia, porque aquí dentro hay un personaje que igual te puede dar paraísos de placer que joderte hasta donde te es difícil imaginar”. Así al menos lo percibe nuestro personaje.

    Las miradas se enredan, no estamos en un simple ejercicio de prostitución o de promiscuidad, por detrás hay un esgrima que le atribuye un valor especial a cada acto, como si los sentidos se enredasen en una batalla de estrategias encaminadas a conseguir el máximo rendimiento para los sentidos… y además con una complicidad de las inteligencias de los dos y en las voluntades: “hago esto porque quiero y porque me gusta hacerlo así, podría hacerlo mejor o peor... pero el caso es que lo hago, lo quiero hacer y lo hago porque sé que te va a gustar. Además no me oculto, te lo hago saber con esta mirada.” Tal parece que esto sea lo que de forma tácita se estén diciendo entre ellos, sobre todo por parte de ella. Él acepta el juego y en la medida que es conveniente, que no lo limita o lo inhibe, lo dirige. Sus manos se adentran por entre los pliegues de su falda y de sus enaguas, por un lado, y en la medida que puede por su escote. Peo siente igualmente sus muslos y sus costados turgentes. Ve el carmesí de sus mejillas. La luz tenue y filtrada por el ambiente espeso no es obstáculo para ello.

    Quizá sea la situación de nuestro personaje, sin expectativas, dejado ya de todos y de todo, la que le hace percibir en su plenitud estos mensajes. Es como si quisiera agarrarse a los sentimientos que en su vida no ha sabido o no ha podido tener, porque carecía de un impulso desinteresado que su situación actual le atribuye… Cuando ya no encuentra un aliento de sentimiento desinteresado o de apoyo, es cuando ha visto, o ha creído ver, más allá del negocio carnal una chispa de humanidad. Sin duda, piensa, “eso lo percibes así, John, por tu situación. Pero no te engañes, no es más que una puta que hace, eso sí, muy bien su trabajo. Pero olvídalo, esto pasará, aprovecha el momento y no te compliques la vida más...”

    Llegados a este punto en que ya no es posible llegar a más en el ambiente del café cantante, ella le propone como una salida liberadora a la tensión y al deseo:

    - Anda vamos

    Él le deja hacer, que lo arrastre , mirando y encargado a su compadre de más confianza, casi con un gesto de circunstancias y con la mirada: “anda, paga todo, que luego arreglamos cuentas”, a lo que el otro responde con un guiño de asentimiento y comprensión.

    Ella lo lleva de la mano, no hace falta más. Salen entre empujones del café. Una vez fuera continúan los achuchones mal contenidos contra la pared y las farolas de la calle Aurora. Escarceos que, por otra parte, a ninguno de los ocasionales transeúntes llama la atención. Él besa su cuello e introduce al tiempo su mano por la entrepierna con ansiedad. Hacía mucho que no sentía ese impulso… , tan remoto y tan primario por otra parte. De una forma u otra avanzan por la calle Aurora hasta donde pierde su nombre para tomar el de Maestro Francés. Allí con una llave de la que va provista abre la puerta de cancela en el edificio de la esquina, y de igual forma, pero ahora protegidos por la intimidad de la escalera, avanzan en la subida en la medida que pueden entre caricias y apretujones. Él observa con asombro como sus impulsos instintivos han pasado ya de forma inesperada e inusual a una clara excitación física.


(…)

    El amanecer le sorprende con la imagen, entre los visillos, de las torres de la Iglesia sobre el claustro de Hospital de La Caridad. Y a lo lejos, sobre las copudas frondas de los árboles de San Francisco, la silueta rotunda del castillo de La Concepción.

    -  Hola, ¿cómo estás? ¿lo has pasado bien?

    - Como solamente lo he pasado contigo, Joaquina.




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