El libro Caradoc está disponible en Amazon, se distribuye en Internet y en librerías. A partir de ahora, para no crear duplicidades con la versión completa, sólo publicaré en este blog, y en los demás de este proyecto, aquellos fragmentos que crea más interesantes, o que guarden alguna unidad.
A
esa hora, las seis y media nadie circula por la autovía. Entre sus nebulosas Juan
recuerda lo acaecido en los últimos cinco años y la última discusión tenida la
pasada noche con Juan Pérez en su chalet de La Alberca. “El chulo putas éste,
qué se habrá creído. Va a saber quién soy yo. Me va a dar el cuadro aunque sea
lo último que haga en su vida”. Piensa, mientras aprieta con fuerza la navaja
de muelle, de un palmo de hoja, que guarda en el bolsillo canguro de su
sudadera, y que ha sido su compañera. La que le ha ayudado a zanjar algunos de
sus más enrevesados problemas. Problemas que, en su caso, todo lo más
consistían en que le entregaran en condiciones el costo ya pagado.
Desde
hace más de cinco años vivía en una casa medio abandonada, en régimen de algo
parecido a alquiler, a la que era su anterior habitante: una mujer mayor de Aljucer,
viuda de un huertano. Era la típica vivienda de terrado de tierra lágena tan
frecuentes en esta zona. Situada en un carril que partía del Camino de Los
Muertos. La distribución era la propia de estos casos: Entrada y comedor con
sendos dormitorios a los lados del salón y otro a un lado de la entrada, que
así se llama en la huerta al vestíbulo. Al otro lado daba a la cocina. Y detrás
de la casa, en un lateral con acceso independiente, estaba lo que había sido la
cuadra, precedida de un porche que en su tiempo sirvió para la cría de aves y
conejos, para almacén de pienso, y tenada.
Vivía
con Genny, así la llamaban como un diminutivo inventado a partir de lo que la
fonética murciana había hecho con su nombre original Eugenia. La pobre estaba
mal también, entró en crisis por la incomprensión de sus padres, funcionario
él, maestra ella, y el abandono consiguiente de sus estudios. Estaba en tercero
de Psicología pero le quedaban las matemáticas, que así llamaban a la Psicometría
y a la Estadística, de Primero. De esta
forma se conocieron en Madrid, cuando ella todavía estudiaba y él vivía con
Susan, su madre, en un piso alquilado de Hortaleza.
La
dueña, ante la frecuencia de los impagos los había amenazado con echarlos en
reiteradas ocasiones, pero la verdad es que no tenía fuerzas ni medios para hacerlo.
La última vez había sido más seria la cosa. Un vecino le había dicho que
andaban comprando solares para hacer dúplex. Habían recalificado algunas zonas
de esa parte de la huerta, entre Aljucer y San Ginés. Posiblemente eso le diese
una oportunidad para deshacerse de tan poco rentables inquilinos.
Recordaba
Juan cómo en sus ratos de melancolía y lucidez visitaba la cuadra abandonada y
tras los sacos, las seras vacías y los haces de hierba seca, que ya ningún
animal comería, estaba oculto su tesoro, su gran fetiche y al mismo tiempo su
único y principal patrimonio. El cuadro que tras la muerte de su padre había
recogido de la casa junto con las pertenencias a las que atribuía algún valor,
sean por lo que percibía de ellas como sucedía en este caso, sea por su valor
manifiesto y muy pocas veces por un valor sentimental.
La
visión del cuadro le proporcionaba una sensación distinta a cualquier otra.
Intuía que entraba en otro mundo, al que por azares de la vida y del devenir de
los acontecimientos estaba vinculado. No tenía que ver nada con las visiones y
con las sensaciones que le proporcionaba la coca o el hachís, a los que
recurría con frecuencia. Le ponía furioso establecer tal comparación, aunque
fuese inconsciente. La visión de la casaca de color rojo escarlata, de las charreteras
doradas, de las cruces y entorchados. Poseer el testimonio único de alguien
que, en el contexto de un imperio tan importante como para dominar el mundo,
tuviese el poder de encargar a un pintor, que había sido la cumbre de los
retratistas, en un momento de tanto esplendor, que perpetuase su imagen… era
algo que contrastaba de forma radical con su realidad cotidiana. Si
apartaba un ángulo de centésima de grado
su vista, entraban en escena la cuadra, los viejos arreos de las caballerías,
las gamellas de los cerdos fuera de uso,… Sin embargo el tiempo y su vida no se
habían acabado, nada era irreversible. Algo, no sabía muy bien qué ni cuándo,
sucedería que pondría las cosas en su sitio. No hacía tanto su tatarabuela
partiendo casi de la nada, gracias a saber jugar con su patrimonio, y con sus
recursos personales, llegó a ser una personalidad de renombre e influencia en
la Murcia de su época sobre los que tenían estirpe.
Un
pálpito, una intuición, cuyo enlace y materialidad estaban en el cuadro le
hacían presagiar que sucedería así. Los
rasgos faciales del primer Lord Howden le hacían ver que existía un vínculo
común.
En
este caso la intuición venía precedida, tenía su origen, en sus visiones de
niño, que aún recordaba, de su tío abuelo Christian Franzen, a quien
consideraban casi como un dios en la familia, por su reputación como fotógrafo
y por su cercanía al Rey de España. Que él reforzaba mostrando como evidencia sus
fotografías del cuadro, con alarde de su valor artístico. Valor que ponía ncluso
sobre las del propio cuadro y las del
pintor que lo hizo, cuyo nombre, Juan había llegado a olvidar. Le habían dicho
que las fotos de su tío abuelo estaban en la National Gallery. Pero él tenía algo mejor, tenía el original: El
retrato. Podría cambiar su destino vendiéndolo ¿Cuánto podría valer si era valorado
adecuadamente? Pero… ¿era él capaz de gestionar ese asunto, de tener las
cautelas y organizar estrategias adecuadas? Tendría que andar con mucho
cuidado. Ese era un mundo que sospechaba lleno de peligros y de amenazas. ¿De
quién se podría fiar, y de quién no? Igual podría desencadenar algo que no
pudiese controlar, y que sospechaba muy peligroso. No sabía qué hacer donde
guardar el cuadro, y en quién confiar.
(...)
El
impacto es inevitable y tremendamente violento. El motorista, sin casco ni otra
protección, es arrebatado por la fuerza del chasis de la moto, salta por la
parte izquierda del capó del coche y al caer impacta con la cabeza en el
asfalto. Pero no concluye ahí, la inercia aún lo desplaza un par de metros
hasta chocar de forma seca contra el poste de la señal de dirección
obligatoria, justamente con la parte lumbar de la columna vertebral.
Eso
es lo que después certificará el informe médico: fallecimiento por traumatismo
craneal y de la columna vertebral a la
altura de tercera y cuarta lumbares.
El
bar Alias permanece abierto desde bien temprano, es habitual que la gente, los
tajos de albañiles o personas que
trabajan en el campo queden allí como punto de partida para seguir juntos en
las furgonetas de las empresas. Desayunan o toman un Belmonte para calentar el
cuerpo.
Ángel
el conductor del Chrysler 180, tras lo que parece un accidente entra al bar y
pide una ficha para el teléfono. Llama a la Policía Municipal para para que
vengan los de Atestados y dar la cara, tras dejar el coche inmovilizado.
Algunos que han oído el estrépito, salen y señalizan la zona para impedir algún
accidente más. Tapan el cuerpo con una manta. Al poco se persona la Policía Municipal, la sección
de Informes y Atestados, también acuden a levantar el cadáver el secretario del
juzgado, primero, y el juez después. La policía toma datos de las circunstancias y declaraciones a posibles
testigos y a Ángel, que avisa a su seguro y al abogado. En fin todo transcurre
como es lo habitual en estos casos.
(...)


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